Y desde acá, desde esta trincherita compartimos una nota de Marta Dillon que tan lindo expresa lo que muchos y muchas sentimos.
Una historia
particular, una historia colectiva
Una corriente de afecto
nos arrasó a todos y a todas esta semana, un aire cálido que nos empujó a
abrazar a los nuestros, a mirar a las propias abuelas con otros ojos, a
extrañar a las perdidas en el magma del tiempo, a inscribirnos en una
genealogía que es personal y al mismo tiempo compartida. Tuvimos lugar en
nuestra generación, la que sea, hijos o hijas, padres o madres, entramados de
historia colectiva y personal, ahí estábamos replicando cinco palabras mágicas
que se impusieron con la fuerza del nombre propio: “Apareció el nieto de
Estela”. Y si hacía falta el apellido fue por la propia incredulidad a la que
nos acostumbramos a veces, esa que retacea la voluntad para arañar el cielo de
los imposibles. Pero ese cielo se resquebraja y cae sobre nuestras cabezas,
levanta esa corriente cálida del afecto que ya es viento y se expande, sopla en
cada llamado telefónico, en la voz trémula que suena en la radio, en la tele,
en lo que se escribe a las apuradas en las redes sociales, en las lágrimas que
consuelan al gesto contraído de la emoción. Es la fuerza del nombre propio. La
fuerza de una historia particular de la que somos parte. Cada vez que aparece
un nieto o una nieta el corazón late más fuerte, pispeamos el relato con
avidez, se formulan preguntas que no siempre pueden responderse. Cada vez es
una emoción, pero ésta fue una luz cegadora. Porque todos y todas sabemos quién
es esa abuela, esa directora de escuela que apareció el martes por primera vez
despeinada y con el maquillaje apenas corrido, que no perdió su tono docente,
su lengua medida y acostumbrada a decir para que se entienda, que se entienda
más allá de donde ya se ha ganado la comprensión, un lenguaje si se quiere
domesticado pero capaz de vulnerar las barreras de los insensibles, un lenguaje
cuidado que ha sabido traducir cuál es el valor de la verdad, que con la
paciencia de los pequeños derrumbó aquel otro relato, ese que hablaba del
derecho de los apropiadores por los cuidados entregados a sus presas. Cada
quien sabe dónde estaba el martes cuando la alegría invadió las plazas, las
calles y las casas. Cada quien recordará quién se lo dijo, a quién abrazó
primero, cuánto tardó en caer en la cuenta de lo que significaba y significa
esta recuperación de un nieto más, porque de tanto ver a esa abuela ya la
habíamos confundido con la institución, porque de tanto escuchar su nombre
creímos que era sólo testimonio, que a ella no le iba a pasar tanto como
solemos pensar que las cosas maravillosas nunca le pasan a una. Estela fue esta
semana la protagonista de las historias que casi se había acostumbrado a narrar
para otras y la humanidad se impuso por sobre las palabras y se puso a tocar
fibras en cada cuerpo, esas que vibran con el amor, que cantan la canción del
deseo, que arrullan a los niños sobre el pecho con el tuntún del latido de la
vida. Que le tocara a ella fue como si nos tocara a cada uno y a cada una, la
comprobación visceral del desgarro de la pérdida y el poder de la perseverancia
abriéndose camino a toda costa. Nuestra historia reciente servida en cada mesa,
esto pasó, ese niño nació de una mujer esposada y encapuchada, ese niño es un
hombre y acaba de nacer a su otra historia, en los berreos de este parto nuevo
hacemos el coro, porque aunque la vida ahora nos bese esta emoción nace de la ausencia,
de la muerte, del desamparo de un niño deseado y arrebatado a una mujer que
apenas tenía 23, que había perdido dos embarazos, que sabía que podía morir
pero que entendía la vida más allá del mero pulso de la sangre.
Estela lo dijo ayer; con voz vibrante y orgullo genuino dijo que
su hija y su compañero, los padres de este hombre al que le faltaba media
historia, eran montoneros, “montoneros de los que dieron la vida”, y algo más
que el peinado se le desbarató con la emoción que la arrasaba, se salió apenas
de cuadro, de ese cuadro de maestra de escuela y cursiva perfecta en el
pizarrón, le apareció una garra con su filo, rasgó otro velo de la foto
estática de su hija de ojos maquillados y 18 recién cumplidos para el
documento. Porque es verdad que esos hijos e hijas, esos padres y madres
asesinados y desaparecidos no querían morir, pero estaban dispuestos a dar la
vida, algo tan difícil de comprender ahora. Pero que es nuestra historia viva.
Cada quien tendrá grabado en su memoria el martes que pasó y esta
semana que todavía se hamaca con esa historia particular que nos pertenece como
pueblo. A mí me lo comunicó mi hija, me llamó por teléfono y me dijo: “¡Mamá!
¡Apareció el nieto de Estela!”. Y su emoción fue más emocionante para mí que la
noticia porque daba cuenta de ese entramado que sostiene a la vida misma, daba
cuenta de cómo se ha logrado transmitir la historia, enhebrar el relato,
conseguir que las alegrías y las luchas sean compartidas. Después, mientras
mirábamos la televisión arrobadas, asistiendo al blooper del micrófono que no
andaba, al pogo de otros jóvenes que recuperaron su identidad en el último
tiempo dando cuenta de que sí, que la verdad cuenta y da libertad, el más
chiquito preguntó cuándo él iba a encontrar a sus abuelos. Y no, de ellos no
tendremos un abrazo nuevo, pero su ausencia es presente en la voz de ese niño
de cinco que es su nieto y los añora porque sabe como puede que está inscripto
en esa genealogía de amor, de dolor y de lucha.
Esperamos por los que faltan ahora. Esperamos que cada juicio
tenga su estrado y cada culpable su castigo. Deseemos que esta corriente cálida
que nos arrasó esta semana no deje de soplar, porque es lo que nos merecemos
como pueblo, este pueblo que sabe sumergirse en la fiesta colectiva y sacudir con
sentidos nuevos esa frase que nunca quedó del todo anquilosada: Nunca Más.
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